Entramos en el año de la sostenibilidad y todos estamos pendientes de ver qué novedades se consiguen consensuar. Por lo pronto, profusión de reuniones, conferencias, mesas redondas y declaraciones bien intencionadas. Pero, ¿somos conscientes de lo que está pasando a nuestro alrededor?
En el tema gastronómico, opino que estamos perdiendo las tradiciones, los productos más auténticos y característicos de cada región. Llegamos a promocionar un plato típico enlatado, como si fuera el más auténtico, con la imagen de una abuela con una cuchara en la mano, pero escondiendo en la otra, su abrelatas. Un producto industrial bien preparado, pero lejos de lo que espera el viajero.
La sostenibilidad gastronómica implica el respeto a la cultura gastronómica de siempre. Conservar los valores, los gustos, las cualidades, es hacer nuestra gastronomía sostenible. En cada destino turístico hay unos valores gastronómicos ancestrales, que ayudan a motivar al viajero, a satisfacer su curiosidad. Si viajamos a Nueva Zelanda, intentaremos probar en sitio su carne de cordero, en Dinamarca, intentaría probar su carne de cerdo, famosa por su calidad.
Pero no pretendamos que el viajero viaje a un lugar distinto de su hogar, para comer la misma comida que en su casa. Además de difícil de igualar, frustraremos su curiosidad viajera. En cada lugar, hay que probar lo del lugar. Algunos platos nos gustarán mucho y quedarán en nuestro recuerdo, otro menos. Algunos pueden llegar a incomodarnos, y quedarán en nuestra mente como advertencia o precaución ante la diversidad de gustos y sabores, que gustan a unos y menos a otros.
Pero cada elemento gastronómico merece ser probado, forma parte de la experiencia en el viaje. Por eso digo lo de gastronomía clara por ser sincera y preparada según las tradiciones. Lo de contundente viene por las señas de identidad de los productos. La gastronomía debería promocionar una contundente sorpresa al viajero.
Y si es una sorpresa agradable, y sabrosa, tanto mejor.
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