Durante muchos, muchísimos años, la necesidad de tomar contacto con pueblos y culturas diferentes ha ido evolucionando. Desde la inquietud por ver “qué pasaba allá, detrás de la montaña” de la prehistoria hasta el intercambio febril de datos por Internet, con uno de los mayores volúmenes en la red de informaciones y propuestas turísticas, nuestra sociedad turística ha ido innovando.
Hemos mejorado –desmesuradamente- nuestras opciones logísticas de encuentro hasta completar una red de transportes mundial que nos hace accesibles casi todos los rincones del mundo. En un sinfín de opciones diferentes, podemos alojarnos en cualquier lugar, en el tipo de acomodación más variopinto que podamos imaginar.
Tenemos, incluso, acceso a casi todas las actividades culturales, lúdicas y sociales, en plataformas de distribución que nos facilitan entradas, visitas, etc. En resumen, la evolución del turismo desde sus incipientes orígenes se ha basado, siempre, en la innovación permanente, en la novedad casi constante de sistemas de información, de contratación, de transporte, de alojamiento, etc.
Pienso, sin embargo, que nuestras innovaciones tecnológicas, que habían ido siempre a la par con la evolución de la sociedad, han quedado en innovaciones para las industrias del turismo, mientras que poco hemos innovado en el sentido final de nuestra práctica turística. En aquello que nos permite ser más felices por haber conocido otros pueblos y otras culturas.
Es evidente que los viajeros de los “grand tours” del XVIII/XIX buscaban formación y la encontraban en espacios de divulgación de la cultura muy acordes con su estilo elitista. También los burgueses que se incorporaron al turismo tras la revolución industrial encontraban las “informaciones” que hacían funcionar novedosamente sus negocios. O los trabajadores, con recientes vacaciones pagadas, que, por fin, salían de sus espacios grises y disfrutaban de la naturaleza. Aún así, parece que no está tan claro que nuestros deseos más íntimos puedan, hoy en día, hacerse realidad de una manera eficaz.
Tenemos -y se nos ofrecen constantemente- sucedáneos (innovadores) que pueden dar una apariencia de lo que buscamos, como por ejemplo, la moda muy extendida de las cenas “chez l’habitant” (en casas particulares) que, en la vorágine del “low cost”, nos hacen simular una comida con amigos locales. Es decir, nuestro propósito real es conocer a la gente que visitamos y establecer un verdadero intercambio de experiencias con ellos, lo que, probablemente, se consigue tras muchos viajes al mismo sitio, mucha paciencia y una notable dedicación en tiempo y dinero.
La innovación no puede consistir en una oferta “low cost”, en un apartamento que recibe a 8 / 10 comensales cada noche (250 al mes aproximadamente) como si fueran amigos de toda la vida. Este es tan solo un ejemplo de los muchos que podemos encontrar en nuestros espacios turísticos y que destacan la enorme distancia entre la innovación que somos capaces de aplicar a la industria turística y la innovación, que preocupa menos, que permita acomodar la práctica del turismo a la realidad sociocultural de nuestros viajeros actuales.
Hay que innovar en el espacio y el tiempo de las personas, más allá de los días “turísticos”, para que el turismo se convierta en una herramienta real de crecimiento personal, en un estímulo al desarrollo equilibrado y en una práctica lúdica y formativa que mejore nuestras capacidades.
Innovación, sí. Sucedáneos o mentiras, no. Con 100 Euros y tres días solo tienes una experiencia “low cost” que enriquecerá poco tu bagaje social y cultural.
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