Como era domingo le pregunté a la Gerente del Victoria Falls Hotel si había una iglesia católica cerca. No la había en el pequeño pueblo vecino a las cataratas – formado sobre todo por tiendas de recuerdos y artesanías –, pero se ofreció a llevarme a una misión próxima. Tras andar un rato a campo traviesa llegamos a una capilla con techo de quincha y me dejó ahí. “Decile al Father Thomas que te traiga de vuelta al Hotel y que lo invito a almorzar". La capilla era muy sencilla, pero rebozaba de gente. En la nave central estaban los hombres. En la izquierda las mujeres y en la derecha los ancianos. En aquella época todavía me podía sentar en la nave central. Rodeando el altar un enjambre de niños sonreía alegre, haciendo resaltar aún más la blancura de sus dientes. El Father Thomas, que ya estaba en al altar, y yo, éramos los únicos blancos.
Aunque el idioma que hablaban era ininteligible, el ambiente de fe, las oraciones y cánticos acompañados por tambores creaban un clima muy especial. Creo que por primera vez, después de tantos viajes a África, me sentí realmente en el Continente Negro, con el perdón de la palabra.
A la salida todos querían saludar al cura, así que esperé un poco. Luego me le acerqué y me presente. “Soy segoviano” me dijo ”hablemos español" y pasó a llamarse el Padre Tomás. Un señor de edad mediana daba vueltas alrededor de él y no se animaba a acercársela en una actitud de timidez casi infantil. Luego se juntaron y hablaron un rato. Tomás me contó: “Hoy no comulgó porque se siente en pecado, un vecino se compró una vaca y a él la da envidia. Acá en África es el peor de los pecados.” Me hizo acordar a Galeano que lo incluyó entre Los Siete Pecados Capitales Ya en el viaje hablamos mucho. Sus feligreses provenían de muchas tribus y hablaban distintos dialectos, pero él hablaba una suerte de idioma sencillo y común con el que todo el mundo se entendía. Me contó que venía huyendo desde el norte donde los guerrilleros le habían incendiado la misión y asesinado a las monjas que se encargaban de la enfermería. Estaba todo muy complicado, los blancos eran de origen de clase media inglesa y ahí habían adquirido un estatus similar al de la nobleza británica. Habían vivido sin problemas y ahora no querían resignar esos privilegios.
Llegamos al hotel y almorzamos en la mesa de la gerente del hotel, su familia, el Director de Turismo de Vic Falls, un periodista de la TV y un par de invitados más. Esa mesa dominical parecía ser parte de una tradición. Fue tan interesante que no recuerdo lo que comí.
El primero en levantarse fue el Director de Turismo, debía hacer un turno de vigilancia. Después del almuerzo el periodista me hizo una entrevista y luego me embarqué para realizar un crucero por el Río Zamebeze muy pintoresco, con la jungla sumergiéndose en sus orillas. Solo faltaba Tarzán peleando con el cocodrilo. Sorpresivamente siento que me llaman, era el Director de Turismo desde una lancha patrullera. Un rato después iba a regresar a Sud Africa.
Yo había llegado al Aeropuerto de Victoria Falls desde Johannesburgo, invitado por los Hoteles Southern Sun. Al salir tuve que esperar a que se formara el convoy militar que nos escoltaría. Había varios jeeps y camiones con guardias fuertemente armados. Eran jóvenes y simpáticos. Hacían bromas y cortejaban a las turistas. Así hicimos los 40 kilómetros a las cataratas. Nunca sabré si lo hacían para distraer a los visitantes, pero la verdad es que el viaje fue entretenido y no te permitía pensar que andabas en un convoy militar.
Llegar al Victoria Falls Hotel es encontrarte con todo el pasado esplendor del Imperio Británico resumido en un clásico edificio de estilo eduardiano construido en el año 1904.El ruido del agua ya se siente desde su soberbia entrada. Tras registrarme me informan que tengo tiempo libre hasta las cuatro de la tarde, lo que me pareció muy adecuado. De la habitación es poco lo que recuerdo. De lo que no me olvidaré jamás fue de un cartel pegado en el espejo del baño: “En el improbable caso de un imprevisto ataque al hotel siga las siguientes instrucciones “ y te deciía de apagar las luces de la habitación, sentarte en el suelo y tratar de llegar a la recepción no recuerdo de qué forma.
Cuando llegué allí nuevamente el buen humor disminuyó mi preocupación: “No se preocupe, son los soldados de Zambia, estado beligerante al otro lado del río, que a veces los viernes, cuando cobran, toman algo de más y disparan algún mortero.” Por suerte era sábado.
Más tranquilo fui al Edward Terrace, con un gin tonic en la mano y contemplando las cataratas a través del spray de agua que produce la caída terminé de serenarme.
Estas fueron mis experiencias en Rhodesia, un país que pocos años después, en 1980, comenzó a llamarse Zimbabue tras haber sido derrocado al régimen de supremacía blanca.
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