Desde tiempo inmemorial nuestro planeta azul ha brindado a los hombres (y a las mujeres, claro) incentivos para que salieran de su entorno habitual y se desplazaran hasta el lugar en el que se encontraban. Obviamente, el cumplimiento de tal deseo, o necesidad, imperioso o no, no resultaba factible. Primero era imprescindible conocer que tales incentivos existían, y, para ello, alguien tenía que haber informado de forma manifiesta. Esta función la cumplieron los viajeros.
Digamos de pasada que, en nuestro idioma, viajero es que, después de sus desplazamientos, narra lo que vio y nos hace saber cómo son aquellos lugares a los que fue, cómo son sus gentes, cómo son sus costumbres, cómo viven y cómo luchan contra las adversidades que encuentran. La Antigüedad tenía información sobre la existencia de las llamadas Siete Maravillas del Mundo. El Renacimiento puso en conocimiento de la humanidad los tesoros del Imperio Romano y de la Grecia clásica. Los autores de libros de viajes y los editores de guías de multitud de países informaron sobre las bellezas naturales y artísticas.
En una palabra, la información sobre elementos capaces de incentivar los viajes consiguió la proeza, a veces no bien valorada, de que la humanidad conociera casi todo aquello que merece en el mundo que hagamos viajes. Ha sido tal su eficacia que podríamos decir que va quedando poco sobre lo que no conozcamos su existencia.
Por eso los buscadores de incentivadores de turismo lo tienen cada vez más difícil. Y por eso es comprensible que, en un periodo tan grave de falta de lluvias algunos hayan caído en la cuenta de que la industria turística puede sacar provecho de ello poniendo sobre la mesa el llamado turismo se sequía motivado por la resurrección de aquellos pueblos que quedaron bajo las aguas de los pantanos y que ahora nos empiezan a mostrar el espectáculo de su vida pasada.
De aquí que iniciativas públicas y privadas traten de explorar un nuevo mercado en enclaves históricos emergidos de los embalses bajo mínimos. Silvia R. Pontevedra publicó un reportaje en elpais.com el pasado 4 de noviembre del cual tomo información e ilustración sobre Portomarín (Lugo), el pueblo que en 1963 quedó bajo las aguas del pantano de Belesar.
Nichos fúnebres emergidos por la sequía del embalse de Belesar en el lugar de Loio. ÓSCAR CORRAL
Hoy se ven, repartidas entre las dos orillas del Miño, las ruinas del viejo pueblo espectral que han salido a saludar a todos aquellos que se desplacen hasta ellas. Destacan los restos del camposanto de Loio, que, como apunta la reportera, “aún conserva varias filas de nichos intactos”. Cito a continuación una certera frase de ella:
“He aquí una meta del nuevo turismo de sequía que empiezan a vislumbrar Ayuntamientos y empresas del sector en diversos lugares de España". El regreso de la especie humana, en tiempos de cambio climático, a los paisajes de los que fue arrancada en el esplendor de la política de pantanos. Y mientras el alcalde popular de Portomarín ha decidido revitalizar el cauce seco señalizando los esqueléticos barrios, el socialista de Mancilla de la Sierra (La Rioja) ha recuperado la antigua romería de mayo que festejaban los vecinos en el gran pueblo que acabó anegado en 1959.
Los antaño moradores de Peñarrubia (Málaga), desalojados en 1972, han vuelto en octubre para inaugurar una ermita y refundar el espíritu del municipio borrado del mapa y ahora emergido de las aguas del embalse de Guadalteba. Y la empresa conquense Multiaventura Buendía ultima un "producto turístico" de rutas en todoterreno por el Real Sitio de la Isabela que mandó edificar Fernando VII para tratar su gota. Las visitas incluirán una aplicación para tabletas con un recorrido gráfico por el pasado de este palaciego conjunto adornado con fuentes, que acabó sumergido a finales de los años 50 y que actualmente vuelve a estar al aire porque el embalse solo alcanza el 9% de su capacidad”
El reportaje termina con esta frase entre lapidaria y un tanto cínica: “Ahora que todo está seco, hay que verlo como un recurso". En efecto, así es. Con ello se pone de manifiesto la intrínseca facultad de la industria turística de reciclar todo aquello que tuvo esplendor y que rindió evidentes servicios a la generación de riqueza y volver a darles vida gracias a quienes, con su demanda como turistas, por estrambótica que pudiera parecer a algunos, devolviéndolos a cumplir una función absolutamente inesperada.
Pensemos en las embarcaciones del pasado, en las carreteras que ya no tienen tráfico porque hay otras más seguras, en los puentes de la antigüedad, en las vías ferroviarias en desuso, en las minas abandonadas. Y, ahora, por mor de esta nueva “pertinaz” sequía, en la incentivación turística que aportan aquellos pueblos anegados durante el furor franquista de la construcción de pantanos que ahora nos muestran, un tanto impúdicamente, sus andrajosas desnudeces. Y es que el turismo todo lo aprovecha, todo lo recicla, todo lo devuelve a la vida si es que la perdió. ¡Bendito sea el turismo!
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