La Navaja de Ockham (a veces escrito Occam u Ockam), principio de economía o principio de parsimonia (lex parsimoniae), es un principio metodológico y filosófico atribuido al fraile franciscano, filósofo y lógico escolástico Guillermo de Ockham (1280 – 1349), según el cual: En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable. O, lo que es lo mismo, la más explicativa y, también, la más operativa. Esto implica que, cuando dos teorías en igualdad de condiciones tienen las mismas consecuencias, la teoría más simple tiene más probabilidades de ser correcta que la compleja.
Cuán necesitados están los turisperitos que en el mundo han sido, son y serán de convencerse de este elemental y a la par magistral principio. Y no será porque no lleva tiempo formulado: nada menos que caso la friolera de setecientos años. Obviamente, han tenido tiempo de conocerlo y, sobre todo, de aplicarlo. Estaba ya sobre la mesa cuando nadie hablaba de turismo.
Como es igualmente obvio que los turisperitos que pusieron las bases de lo que en los años cuarenta del siglo pasado conformó la Doctrina Convencional del Turismo que estaba llamada a ser hegemónica. Y a ser elevada a la categoría de Dogma por la OMT. Como es sabido, dicha doctrina parte del estudio de la conducta de aquellos que gustan de viajar por gusto. Y, al hacerlo, quienes la siguen sin resquicio, se dedican a describir la mencionada conducta sin ir más allá de dicha descripción. Por eso destacan el origen y el destino de tales viajeros, su condición psicosocioeconómica, sus motivaciones, sus actividades, sus gastos, la época en la que hacen sus viajes y un largo y enconado etcétera.
Podrían los turisperitos quedarse en ese estudio. Pero no se queda. Y no se quedan porque pronto se percataron de que con sus gastos lo turistas pueden propiciar el desarrollo económico de los destinos. Y, una vez en ellos, pasan del estudio de la conducta al estudio de las condiciones existentes en los destinos y, a la postre, al estudio de los efectos de esos gastos promueven en la diversificación de las actividades productivas en los citados destinos.
Así es como, casi sin darse cuenta, los turisperitos se desplazan de una sociología de la conducta a una economía del desarrollo sin olvidar la teoría de la oferta.
No quedan aquí las plurales ocupaciones de los turisperitos, sino que, con el paso del tiempo, van incorporando a sus preocupaciones científicas un tropel de disciplinas entre las que podemos destacar la geografía, la arqueología, la antropología, la filosofía y la hermenéutica, todas ellas, a juicio de ellos, necesarias para llegar a conocer ese novedoso, complejo, bizarro y exótico fenómeno que creen que es el turismo.
Caen así, porque era inevitable, en un glorioso batiburrillo de teorías dizque explicativas del mencionado fenómeno social que distingue a nuestro tiempo, teorías todas ellas a cuál más pintoresca y confusa.
Mientras este proceso se desarrollaba, auspiciado por la comunidad de turisperitos con el apoyo de las universidades y los lobbies empresariales sin olvidar a la OMT, en un oscuro y modesto despacho de un pequeño instituto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, allá por la segunda mitad de los años ochenta del siglo XX, un investigador desconocido y sin más apoyos que su entusiasmo y su amor por la ciencia propuso entender el turismo como la actividad productiva que consiste en elaborar un programa de visita con contenido. Es innegable que, si comparamos esta teoría explicativa del turismo con la teoría convencional y hegemónica no tendremos más remedio que acabar reconociendo que la primera es sencilla y limpia y que, como tal, aplicado el principio de la navaja de Ockham, es la más correcta y, por ende, la más operativa.
¿Hasta cuándo habrá que esperar para que la fuerza de la sencillez se imponga en la investigación y en la enseñanza del turismo?
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